La leyenda del Madrid se ha fraguado en Europa, traspasando fronteras. Es el único equipo que ha conquistado nueve veces la Copa de Europa —ahora Liga de Campeones—. Además, la ganó cinco años consecutivos. Ésta es la detallada crónica de una hazaña irrepetible, junto a Gento, Di Stéfano, Puskas…
El País Semanal. 3 de Marzo de 2002. Por Alfredo Relaño.
El jueves 14 de diciembre, la prensa inglesa recogía con euforia la victoria por 3-2 del Wolverhampton sobre el Honved. “¡Wonderful wolves do it again! ¡Wolves the great! ¡They had the Nelson spirit! ¡Never a game like it!”. El entusiasmo estaba justificado. El Honved de Budapest era tenido, de largo, como el mejor equipo de club del mundo. Ocho de sus titulares conformaban la base de la selección húngara, que por aquellos tiempos era considerada la perfección absoluta. Y casi lo era. Entre 1950, cuando empezó a cuajar, y 1956, cuando se deshizo a causa de la invasión soviética de su país, encadenó 49 partidos con 42 victorias, seis empates y sólo una derrota. Es verdad que fue a perder el partido que menos debía, la final del Mundial de Suiza, ante Alemania. Pero aquello fue un accidente, una casualidad, una injusticia. Dos tiros al palo, mal arbitraje, Puskas lesionado… Pero aquella derrota no minó el prestigio de un equipo de fútbol que había sido el primero en la historia en conseguir una victoria como visitante en Wembley. Fue el 25 de noviembre de 1953, con una exhibición santificada por el resultado final de 3-6 y saludada el día siguiente por The Times con este rendido titular: The match of the century (El partido del siglo). (Los ingleses se atrevieron a pedir revancha en Budapest y regresaron con un 7-1 en las costillas). Así que había motivos para el fervor de la prensa inglesa por la victoria de su Wolverhampton sobre el Honved. Y además llegaba poco después de la que había conseguido sobre el Spartak, el campeón ruso, que se estaba labrando también un prestigio a fuerza de victorias en amistosos.
Al otro lado del canal dirigía L’Equipe un viejo pionero del fútbol, Gabriel Hanot. L’Équipe era hijo y sucesor de L’Auto, el periódico que a principios de siglo había lanzado la iniciativa del Tour de Francia, con el éxito que hoy conocemos. Hanot redactó un encendido artículo, en el que homenajeaba los éxitos de los Wolves en su propio campo. Pero, añadía, ¿sería el mismo equipo fuera? Y planteaba un ambicioso proyecto, que desarrollaría en sucesivos artículos: una Copa entre los equipos campeones de toda Europa. Emparejados por sorteo, eliminados a ida y vuelta y con una final a partido único en campo neutral. Los partidos se jugarían entre semana, con luz artificial, que por entonces empezaba a instalarse en los estadios. Asomaba ya la nariz la televisión, que podría contribuir a pagar los gastos de esta Copa. La aviación comercial estaba bastante desarrollada por aquel entonces y la fiebre por el fútbol era ya un contagio total en nuestro continente, que no se conformaba con sus propias ligas. Europa hervía en partidos amistosos aquí y allá, donde unos medían fuerzas con otros. Como los Wolves con el Honved.
En Madrid, Santiago Bernabéu leyó los artículos con interés. Aunque aquí se trabajó un marketing de cazurro, era un hombre atento a las ideas de fuera, manejaba bien el francés y alemán y ya se había dado cuenta de que el fútbol tenía que saltar fronteras. Hacía un año y medio que había fichado a Di Stéfano, y con él había ganado la Liga 1953-1954 (después de 21 años sin que el Madrid ganara ese título) y se veía en camino de ganar la 1954-1955. En el Barça, Kubala empezaba un suave declive.
Sí, decididamente, esa Copa de Europa podía ser lo que Bernabéu necesitaba.
Entramos en 1955. En marzo hay congreso constituyente de la UEFA, en Viena, y Hanot aprovecha para vender su entusiasmo. Para el 2 de abril organiza una cita en el hotel Ambassador de París, a la que acuden 15 presidentes (o delegados) de los clubes europeos campeones. (Uno de ellos, Gustav Sebes, factótum del Honved y de la federación húngara, llevaba la representación de la URSS y Checoslovaquia. Cuestión de disciplina comunista). Fueron dos días de trabajo y discusiones en los que Bernabéu brilló por su astucia y generosidad. Para evitar luchas estériles, propuso como presidente del Comité Ejecutivo al vicepresidente de la federación francesa, Ernerst Bedrignans, con lo que rendía culto al padrinazgo francés. Su propuesta fue aclamada y desarmó todos los politiqueos. Luego, ante las discusiones sobre el reparto de los ingresos, propuso que en todos los casos se repartiera el taquillaje en dos mitades, entre el equipo local y el visitante. Como Bernabéu disponía del mayor estadio de la época, su ofrecimiento desarmó todos los egoísmos.
De allí salió una propuesta formal de Copa de Europa, que aún tendría que salvar un par de escollos. Por un lado, Italia y los países de la cuenca del Danubio se lanzaron a la idea de recuperar la Copa MITROPA (de Mittel-Europa, Centroeuropa), que había tenido tradición antes de la guerra. Por otro lado, la recién creada UEFA acariciaba la propuesta de crear una Copa de Ciudades en Feria, a la que concurrirían, como su nombre indica, equipos (o combinados de varios equipos) de ciudades organizadoras de ferias internacionales. La UEFA entendía que el respaldo de los ayuntamientos de grandes ciudades era la mejor garantía.
Todo acabó en la mesa de la FIFA, que, fiel a su eterno estilo de dejar que el tiempo resuelva las cosas, dio vía libre a las tres. Eso sí: advirtió que la Copa de Europa de L’Équipe no podía llevar tal nombre, sino el de Copa de Clubes Campeones Europeos. Y con tal nombre nació.
Y nació bien. La segunda y definitiva reunión tuvo lugar ya en Madrid, prueba de la buena impresión que Bernabéu (y su ya inseparable Saporta) habían producido en la primera. Fue el 17 de mayo de 1955. Se aceptó el nombre sugerido por la FIFA, se invitó al presidente de la UEFA, el danés Schwartz, a incorporarse al Comité Ejecutivo (pronto se le hizo presidente), se esbozó el calendario, se ultimó el presupuesto, y todos tan felices. Cuatro días después, una última reunión UEFA-Comité Ejecutivo en París lo dejaba todo listo.
Quizá éste sea el momento para valorar el mérito de aquella gente. Hablamos de la primavera de 1955, cuando sólo hacía 10 años que había acabado la II Guerra Mundial. Cuando todavía se retiraban cascotes en bastantes ciudades. Cuando aún había rencores entre vencedores y vencidos. Cuando la guerra fría creaba nuevas diferencias entre recientes aliados. Cuando estaban aún por llegar los días en los que De Gaulle y Adenauer empezaron a plantear el sueño de la construcción de Europa.
En ese tiempo histórico, unos cuantos visionarios lograron reunir en una causa de integración europea a vencedores y vencidos, atlantistas y comunistas, monarquías, repúblicas y dictaduras. La fuerza del fútbol.
A finales del verano están en línea de salida estos equipos: Servette, Real Madrid, Sporting de Lisboa, Partizán, Rapid de Viena, PSV, Milan, Saarbrücken, Roth Weiss Essen, Hibernians, Djugardens, Gwardia de Varsovia, Voros Lobogo, Anderlecht, Aarhus y Stade de Reims. Fallaron los ingleses, siempre tan altivos, y los rusos, siempre tan misteriosos. La mayoría de los participantes eran los campeones vigentes de Liga de sus países, aunque no todos.
El Madrid sí era el campeón vigente de Liga en España. Lo había sido en las dos últimas ediciones. Tenía todavía un equipo formado casi íntegramente por españoles, sin más excepciones que Di Stéfano, el genial número nueve que jugaba por todas partes y marcaba más goles que nadie, y un interior también argentino, Roque Olsen, cerebral y lento, que empezaba a perder protagonismo.
Durante ese verano, Di Stéfano convenció a Bernabéu para que incorporara a Héctor Rial, argentino hijo de gallegos e inscrito como español en el consulado de Buenos Aires desde su nacimiento. Di Stéfano le conocía de Argentina y de Colombia. Era un jugador moderno. Era lo que Di Stéfano quería: “Uno que cuando yo le dé el balón, me lo devuelva”. Bernabéu, que siempre valoró el criterio de Di Stéfano, lo trajo. Y acertó.
Al Madrid le tocó en suerte el Servette suizo. La cita era el 8 de septiembre, fiesta local. La reina Victoria Eugenia vivía en Lausana, y Raimundo Saporta (entonces gerente y gran consejero de Bernabéu en cuestiones de imagen) propuso una visita. Y se hizo. La reina Victoria Eugenia, su hijo, don Juan de Borbón, y el joven príncipe Juan Carlos (17 años) se retrataron en la escalinata del palacete junto al equipo. Don Juan y su hijo fueron invitados al partido. A Franco no le hizo ninguna gracia el asunto.
Pero Saporta había conseguido lo que se proponía: elevar al Real Madrid a un nivel institucional. Por encima de los azares de la historia.
A las 16.45, los equipos saltan al campo. Con don Juan y don Juan Carlos en la tribuna. A las 17.30 se van al descanso con empate a cero. Los suizos son peores, pero juegan al cerrojo, que precisamente se inventó allí. En el vestuario, Di Stéfano está de mal humor. En eso aparece Saporta con el Príncipe, que ha bajado a saludar y dar ánimos. No fue una buena idea. Cuando llega donde Di Stéfano, le dice: “Saeta, los emigrantes esperan una victoria”. Di Stéfano le soltó una fresca. Aún lo recuerda y se ríe. “¡Ese chico ahora es el Rey!”.
Pero pasó el trago, marcaron Miguel Muñoz en el minuto 74 (sí, el que luego fue tantos años entrenador del equipo) y Rial en el 89, y hasta la vuelta. La vuelta fue, de nuevo fiesta, el 12 de octubre. Cinco a cero.
Y entonces vino la primera prueba de verdad difícil: el Partizán de Belgrado. El partido de ida se fijó para la tarde del día de Navidad. Todavía no había luz artificial en el Bernabéu, así que el partido empezaba a las tres de la tarde. La atracción era irresistible. El ingenuo morbo de ver comunistas auténticos le daba un interés extra al partido. ¿Sonaría La Internacional? ¿Tendría su bandera la hoz y el martillo? ¿Tendrían cuernos y rabo los súbditos de Tito? ¿Su piel era realmente roja?
Luego resultaron ser gente corriente. Buenos futbolistas. Y tipos educados. En los 10 primeros minutos marcaron dos goles, que les fueron anulados, y ellos aceptaron disciplinadamente la decisión del árbitro. Luego, el Madrid marcaría cuatro, dos de ellos del extremo derecho Castaño, que tuvo esa tarde su momento de gloria.
Lo que siguió fue el peor trago que el Madrid pudo pasar en los cinco años de marcha triunfal que le hicieron un club único. El 29 de enero, en Belgrado, el campo estaba completamente nevado. Todos en el Madrid eran partidarios de forzar un aplazamiento. Todos, menos Bernabéu, siempre empeñado en que el Madrid fuera ante todo un dechado de virtudes deportivas. Años después me explicó que la Copa de Europa “sólo fue posible con grandeza de ánimo. Con mezquindad no prospera nada”. El caso es que el campo era hielo por abajo y nieve por encima. Líneas rojas, balón naranja, y el Partizán, mejor adaptado a las circunstancias. Muchos años más tarde, Juanito Alonso, el portero, aún recordaba con terror aquello: “Sacaron de centro, avanzaron sin oposición y no sé cuál de ellos soltó un cañonazo al travesaño. Me cayeron sobre los hombros seis kilos de nieve”. Tuve esta conversación con él en 1981, veinticinco años después de aquello, y todavía no se explicaba cómo pasaron: “No salimos casi del área. Sólo una vez llegamos arriba, hubo penalti y Rial lo tiró alto. Perdimos sólo por tres a cero y aún no me explico cómo”.
Pero pasaron. Y luego eliminaron al Milan en semifinales. Y resultó que la final era en París, honor debido a los inventores de la cosa, y que el oponente era el Stade de Reims, el gran equipo francés de la época, que tenía en su delantera a Kopa, el napoléon del fútbol.
Fue un partido grande, en el Parque de los Príncipes. El Madrid jugó con Alonso; Atienza, Marquitos, Lesmes; Muñoz, Zárraga; Joseíto, Marsal, Di Stéfano, Rial y Gento.
Dos a cero muy rápido para los franceses, el Madrid que empata a dos, tres a dos para los franceses y arreón final del Madrid, que da la vuelta al marcador: 4-3.
El Madrid regresa a casa con su Copa de Europa, que se ha considerado en términos generales un éxito rotundo. Nada que ver con la Copa de Ferias, cuya primera edición tarda dos años en consumarse.
Europa da por bueno que el mejor equipo del año es el Madrid. Eso le concede el derecho a participar en la edición siguiente, aunque no consiga ganar la Liga española, que ese año es para el Atlético de Bilbao (entonces no era Athletic, sino Atlético). Los bilbaínos tienen en esos días un equipo colosal, que hace doblete y que queda impreso a fuego en la memoria colectiva de nuestro fútbol: Carmelo; Orúe, Garay, Canito; Mauri, Maguregui; Arteche, Marcaida, Arieta, Uribe y Gaínza.
Aquélla era la tercera Liga de Di Stéfano en el Madrid y la primera que no ganaba. Pero a Bernabéu no le importó mucho. Tenía puestas sus miras en Europa. Con los ahorros que las suculentas taquillas de su gran estadio le habían dejado hizo un aparte para fichar a Kopa. Así ganaba un gran jugador, fortalecía el ala derecha de la delantera y aumentaba el prestigio de su equipo. “En Francia hablarán más de nosotros, y Francia es el centro de opinión del deporte mundial”. Di Stéfano se nacionalizó español para dejar su plaza de extranjero a Kopa.
La Copa de Europa había convencido. Tanto, que se apuntaron los ingleses. El campeón de turno fue el Manchester United de los chicos de Matt Busby, entre los que empezaba a pedir paso el jovencísimo extremo izquierda Bobby Charlton.
El Madrid arrancó pasándolas canutas con el Rapid de Viena de Happel y Hannapi. En Viena salvó la situación, cuentan, gracias a la primera gran santiaguina de Santiago Bernabéu, que en el descanso bajó a levantar el ánimo de un equipo al que veía eliminado. Aun así, fue necesario un desempate. Luego el Niza, más fácil. Y en semifinales, el Manchester United.
Tuvo su historia. En esa edición, el Atlético de Bilbao arrancó eliminando primero al Oporto y luego nada menos que al Honved. Le ganó en San Mamés (3-2). El partido de vuelta hubo que jugarlo en Bruselas porque al poco de salir el Honved para disputar esta eliminatoria (y algunos amistosos), los tanques rusos se habían metido en Budapest para sofocar venalidades revisionistas del Gobierno húngaro. El Honved, mientras decidía qué hacer, obtuvo permiso para jugar su partido de vuelta en Bruselas, donde un empate a tres clasificó a los vascos.
Tras eliminar al Honved, los leones se sentían capaces de cualquier cosa. Y más después de ganar en San Mamés en la siguiente ronda al Manchester United por 5-3, en una tarde mágica en la que nevó en Bilbao, algo inusual. Pero en Old Trafford, el Manchester fue implacable: 3-0. Y luego el bombo le emparentó con el Madrid.
En una tarde de primavera, un Bernabéu reventón (135.000 espectadores fue el dato oficial, posible, porque entonces gran parte de las gradas eran de a pie) vio a los suyos ganar por 3-1. Pero ¿bastaría? Bastó. En Old Trafford, los jugadores se impresionaron por el estruendo, como les había ocurrido a los del Atlético de Bilbao antes. Bocinas, carracas, trompetas, megáfonos… Aquello era desconocido en España. Pero el Madrid bajó el balón y se puso cero a dos. El ruido decayó. Avanzada la segunda parte, un gol de Whelan sacó otra vez a volar las carracas. Pero el 2-2 (Bobby Charlton) no llegó hasta muy al final. La prensa inglesa se inclinó ante el Madrid y ante su central, Marquitos, que mantuvo un bravo duelo por alto con Tommy Taylor, el importante delantero centro inglés.
Frente a eso, la final no fue nada. En el Bernabéu y ante la Fiorentina, jugaron: Alonso; Torres, Marquitos, Lesmes; Muñoz, Zárraga; Kopa, Mateos, Di Stéfano, Rial y Gento. Dos a cero. Segunda Copa.
Era para estar satisfechos. Bernabéu había sido de los promotores de la Copa. Había ganado dos ediciones, dejando todo un reguero de víctimas: Servette, Partizán, Milan, Stade de Reims, Rapid de Viena, Niza, Manchester United y Fiorentina.
Pero el asunto no iba a para ahí. No iba a parar hasta convertirse en leyenda.
Se hablaba, a pesar de los méritos de Marquitos, de que el Madrid tenía una defensa de alpargata. Así que para la tercera Copa, Bernabéu fichó a Santamaría, espléndido central uruguayo. Marquitos se desplazó cortésmente al lateral derecho.Y el equipo se sumergió ávido en su tercera Copa, de la que fue expulsando sucesivamente al Royal Antwerp, al Sevilla (que participaba como subcampeón de Liga, gracias a que el Madrid, además de campeón de Liga, había sido campeón de Copa de Europa) y al Vasas de Budapest. A esas alturas, cada partido en el Bernabéu era ya una gozosa goleada bajo los focos de la flamante iluminación artificial. Y todos los partidos, los de casa y los de fuera, se traducían ya en un ruido victorioso que los aparatos de radio proyectaban hasta los últimos rincones de España. La epopeya estaba calando. La España de la escasez, el atraso y la emigración se abrazaba a la ilusión de ese ejército invencible.
La final fue contra el Milan, en Bruselas, bajo el Atomium, en el años más tarde tristemente célebre Heysel. El Milan era otro equipazo, que también gastaba en fichajes lujosos. Tenía suecos y argentinos de calidad. El partido acabó 2-2. Exhibición por ambas partes, y ante la prórroga, todos fundidos. Di Stéfano se acercó a Gento y le fue sincero: “Mirá, Paquito, no podemos más. Y ellos aún respiran. El único fresco aquí eres tú, así que o los ganás tú o nos quedamos sin Copa”.
A Gento le impresionó la confianza que le mostró Di Stéfano. Era mucho más joven que él y a su lado aún se sentía un novato. Así que soltó las pocas carreras que aún le quedaban dentro y marcó el gol de la prórroga. Tres a dos, tercera Copa. Esta vez la cogió Juanito Alonso, porque Muñoz ya se batía en retirada. Su puesto fue para un fino medio sevillano, Santisteban. Esa tercera final la jugaron: Alonso; Atienza, Santamaría, Lesmes; Santisteban, Zárraga; Kopa, Joseíto, Di Stéfano, Puskas y Gento.
Juanito Alonso cogió la Copa bajo el Atomium, sí, pero salió herido de esta edición. En la cena tras el partido de octavos contra el Royal Antwerp (entonces había cenas de fraternidad deportiva tras los partidos, bella costumbre que el tiempo se llevó) estuvo, a juicio de Bernabéu, inoportuno. Bernabéu exigía a sus jugadores una conducta intachable. Quería que el Real Madrid fuera una embajada perfecta. Todos con corbata, todos con compostura en el campo y fuera de él. Señorío, humildad, respeto al vencido… Pero aquella noche en Amberes, Alonso se saltó las normas. Hacía mesa con Marquitos, Atienza y Lesmes. La cena tardaba en llegar y los cuatro alborotaban un poco. Sobre todo él. Desde la mesa presidencial, Bernabéu lanzaba miradas de reproche. Cuando llegó la cena, Alonso empezó a protestar porque la tortilla de patatas (homenaje del cocinero del hotel hacia los victoriosos españoles) le pareció heterodoxa. No era redonda, sino en forma de elipse, y sobre eso hizo bromas.
Para Bernabéu ya fue demasiado. Sabía que estaba en trámites el fichaje de Rogelio Domínguez, portero del Racing y de la selección argentina, por el Atlético. Luis Guijarro, el gran intermediario del momento, tenía ya los derechos del jugador. Bernabéu ordenó a Saporta: “Empiece desde ahora mismo a buscar a Guijarro y ofrézcale 50.000 pesetas más que el Atlético por Domínguez”.
Así perdió Juanito Alonso el favor de Bernabéu y la titularidad en el Madrid. Para la cuarta Copa de Europa, el portero fue el flamante, elástico y delgado Rogelio Domínguez, nacido en Argentina, pero de pasaporte español.
En esa cuarta Copa, el escollo fue el Atlético de Madrid, que le cayó al Madrid en el bombo en las semifinales. El Madrid llegó a ellas tras eliminar al Besiktas –al que costó doblegar por el acierto de un pequeño y agilísimo portero, Varol– y al Wiener Sportklube. El Atlético participaba como subcampeón de Liga.
Así que hubo choque de la máxima rivalidad (entonces no se conocía lo de derby) en semifinales de Copa de Europa, nada menos. Aquel era un gran Atlético de Madrid, con una imponente delantera rematada por el ala infernal: Peiró y Collar.
Dos a uno en el Bernabéu para el Madrid. Uno a cero para el Atlético en el viejo Metropolitano. Desempate en Zaragoza y victoria del Madrid por 2-1, en La Romareda. Con gol final de Puskas.
Porque a esas alturas, el Madrid había fichado a Puskas. Palabras mayores.
Puskas jugó su último partido con el Honved contra el Atlético de Bilbao, en Bruselas. Como algunos de sus compañeros (Kocsis y Czibor entre ellos, que acabaron en el Barça), no quiso volver a Budapest para escuchar el ruido de las cadenas de los T-34 rusos sobre los adoquines de su ciudad. Se quedó vagando por la Riviera italiana, contratándose para partidos amistosos, engordando y enfrentándose a un futuro que se le iba volviendo más negro. Había entrado en la treintena y guardaba en su recuerdo 84 partidos y 83 goles con la selección húngara. Impresionante. Pero pasaban los meses, engordaba y sus hazañas quedaban atrás.
Hasta que Bernabéu se propuso ficharlo. Contra el criterio de su propio entrenador, Carniglia, un argentino que había acumulado experiencia en Europa.
El sobrepeso de Puskas cuando llegó era de 12 kilos. En la plantilla hubo murmuraciones. Se esperó el primer entrenamiento para un juicio definitivo. Efectivamente, estaba hecho una calamidad física, pero Di Stéfano zanjó la cuestión al pronunciarse: “Maneja mejor la bola con el pie zurdo que yo con la mano”.
Pero en la final, contra el Stade de Reims, en Stuttgart, Carniglia no quiso sacarle. Pretextó que podría predisponer al público en contra, porque la familia Puskas era de origen alemán, y el padre del jugador había abjurado de su apellido alemán, Purczfeld, que cambió por Puskas. Al descanso del partido se llegó a uno a cero. Mateos había marcado un gol, pero luego había fallado un penalti que él mismo se empeñó en tirar.
Finalmente, el Madrid ganó, con otro gol de Di Stéfano. Dos a cero. Kopa sufrió un feo golpe de sus compañeros y jugó cojo. Fue su último partido en el Madrid. Le pudo la nostalgia y no quiso renovar. El Madrid jugó con Domínguez; Marquitos, Santamaría, Zárraga; Santisteban, Ruiz; Kopa, Mateos, Di Stéfano, Rial y Gento.
Cuarta Copa consecutiva. ¿No había otro equipo en Europa? Sí los había, pero ninguno mejor. ¿Y qué tenía aquel equipo?
Di Stéfano comenta que ocupaban el medio campo con más gente que nadie. Siempre tenían superioridad ahí. En realidad, gracias a él, un falso delantero centro que bajaba a buscar e incluso a cortar al medio campo, y aun a la defensa, pero que no perdía la llegada. Y estaba la velocidad de Gento, que permitía una solución fácil cuando no había otras alternativas. Y el poderío de Santamaría atrás. Y Puskas…
Carniglia se fue y Puskas respiró. Como entrenador se incorporó Fleitas Solich. El fichaje lujoso del año fue Didí, un colosal interior de la selección brasileña, campeona del mundo en 1958. Un cisne negro, de cuello largo y precisos pases en profundidad. Pero un jugador sin la movilidad que el estilo del equipo necesitaba. Un fiasco. No era jugador para ese equipo, combativo, rápido y solidario. Y se notó. Encima, su mujer, doña Guiomar, le metió en un jardín. Un periódico brasileño le encargó unas colaboraciones. En una de sus crónicas sólo se le ocurrió escribir que a su marido le ponía mal la prensa española porque en el Madrid todos los jugadores pagaban a los periodistas menos él, que se había negado a pagar. Fue el acabose.
No importó. No hacía falta un Didí para mantener la racha. Esta vez, el aperitivo fue fácil: el Jeunesse D’Esch, de Luxemburgo. Luego, el Niza, al que había vuelto Carniglia. En semifinales, bomba: el Barcelona. Campeón de Liga de 1959, entrenado por el Mago Helenio Herrera (el técnico más avanzado de la época, al que Bernabéu persiguió sin éxito durante años) y con una constelación de estrellas en el ataque: Tejada, Kubala, Kocsis, Evaristo, Eulogio Martínez, Villaverde, Luis Suárez y Czibor. De media para atrás, grandes jugadores catalanes, internacionales todos, empezando por el acertadísimo Ramallets.
Pero no hubo caso. El Madrid ganó los dos partidos por 3-1, primero el de casa y luego el de Barcelona. Para entonces, Fleitas Solich ya había hecho las maletas. El fracaso de Didí le arrastró a él. El fracaso de Didí, por cierto, se palió con la contratación de Luis del Sol, extremo izquierda del Betis. Siete Pulmones, le apodaron. Corrió lo suyo. Ventiló un equipo en el que a Di Stéfano ya le pesaban los años y a Puskas nunca dejaron de pesarle los kilos.
Y a la final. Contra el Eintracht de Francfort, un eficaz y solidario equipo alemán. La cita fue en el Hampden Park de Glasgow, y los clásicos aún lo consideran el mejor partido de la historia.
Durante muchos años, la BBC lo ha repetido como un clásico en su programación navideña.
Al final, el marcador reflejaba 7-3. Cuatro goles de Puskas y tres de Di Stéfano, que con ésta ganaba su quinta final consecutiva. En todas ellas marcó al menos un gol. Zárraga y Gento también jugaron todas las finales, y a Marquitos hay que reconocerle que aunque se perdiera la tercera, por lesión, fue titular todo el ciclo.
En cinco años, el Madrid había lanzado esta competición, que había hecho de su propiedad para prestigiarla, con su juego brillante y audaz, con su estilo noble, con su mágica aura de invencible. En cinco años superó 15 eliminatorias a doble partido y cinco finales, en una serie sensacional de 27 victorias, 4 empates y 6 derrotas. Con 112 goles marcados por 42 encajados. Todo ante la flor y nata del fútbol europeo.
La leyenda estaba en lo más alto. Y aún cogió más brillo con el nacimiento de la Copa Intercontinental, creada justo entonces para enfrentar a los campeones de Suramérica y Europa. A ida y vuelta. Enfrente, el Peñarol. Primero, Montevideo: cero a cero. Luego, Madrid. A los diez minutos ya estaba todo resuelto, con tres goles del Madrid. Al final, la cosa quedó 5-1. Campeones del mundo.
Y ahí justo empezó la decadencia. Lenta y grandiosa. En la sexta, el equipo invencible cae por primera vez ante el Barcelona, que había vuelto a ganar la Liga. El cruce es en cuartos. Hay empate a dos en el Bernabéu, con arbitraje muy protestado de míster Ellis. Y un 2-1 para el Barcelona en el Camp Nou, con cuatro goles anulados al Madrid. El estupor deja paso a todo tipo de explicaciones, pero el caso es que el Madrid no jugará su sexta final. A ella llega precisamente el Barça, lastrado por una extraña maldición. Se encuentra al Benfica, al que pega un meneo. Pero cinco balones le dan en los postes y encima Ramallets comete fallos de colegial. Gana el Benfica por 3-2.
El Madrid se siente vengado.
Al año siguiente es el Madrid el que llega a la final… con el Benfica, que ha incorporado un fabuloso goleador de Mozambique, Eusebio. Puskas adelanta al Madrid, 0-2 y 2-3, pero en la segunda parte, Eusebio es un vendaval. Gana el Benfica 5-3. Ahora es el Barça el que se siente vagamente feliz…
Más decadencia. En la octava edición, el Madrid cae a la primera ante el Anderlecht, que presenta en sociedad la trampa del fuera de juego. Empate en Madrid y derrota en Bruselas. Adiós.
Y Di Stéfano cumple años. Ya pisa los 37 cuando juega su última Copa, la novena edición. Esta vez todo parece ir bien: Glasgow Rangers, Dinamo de Bucarest, Milan (fantástico partido de Di Stéfano en casa), Zúrich… todos van cayendo. Goleadas en casa, buenos resultados fuera.
La final es en Viena, contra el Inter de Milán, obra personal del maléfico Helenio Herrera. El hombre que no pudo eliminar al Madrid cuando dirigía al Barça se había marchado a Italia, llevándose a Luisito Suárez. En torno a él creó un equipo egoísta, inteligente y certero. A ese equipo le tocó el honor de hacer el papel de malo de la película.
Porque aquello sí fue Waterloo. El Madrid perdió por 3-1. Hubo bronca dos días antes del partido por el emplazamiento del hotel, el día antes del partido por las persianas del hotel, el día del partido por la táctica, durante el partido por quién estaba más viejo y gordo, si Puskas o Di Stéfano…
Fue el último partido de Di Stéfano en el Madrid. Dejó tras de sí 49 goles en la Copa de Europa y se fue a apurar sus últimos partidos al Español.
Pero aquel Madrid parecía tener más vidas que Rasputín y aún tuvo un fugaz renacer. Fue dos años después, en 1966. Un equipo renovado, yeyé, todo de españoles y en el que permanecía Gento como testigo de otra época, fue pasando eliminatorias hasta llegar a la final y ganarla, 2-1, al Partizán. Jugaron Araquistáin; Pachín, De Felipe, Sanchís; Pirri, Zoco; Serena, Amancio, Grosso, Velázquez y Gento.
Luego, un largo y oscuro túnel. Una travesía del desierto de dimensiones casi bíblicas. Hubo incluso años en que el equipo ni se clasificó para participar en su Copa. Tuvo que recurrir a la Recopa (de campeones de Copa), que Bernabéu siempre había mirado por encima del hombro. O a la Copa de la UEFA, heredera directa de la Copa de Ferias, la Copa de los pueblos, en la terminología irónica de Santiago Bernabéu. Alguna vez ni eso. Algún año, el Madrid no se clasificó para ningún campeonato europeo. Pero el madridista siempre pensó que la Copa de Europa era suya. Y lo chocante es que el milagro se dio, y que se dio cuando menos se esperaba. Hace nada, para ser precisos.
El Madrid decaía tras un periodo singular. A la brillante Quinta del Buitre le sonaba ya el timbre de fin del recreo. Ramón Mendoza, que había rondado la recuperación de la Copa de Europa con esa espléndida generación de futbolistas, cedió ante la imposibilidad de conseguirla, el avance de la deuda, el cúmulo de conspiraciones menores, el pesimismo histórico, el hastío… Le sucedió Lorenzo Sanz.
Se abrían entonces nuevas perspectivas para el fútbol. Derechos de televisión más generosos porque aparecía la tecnología del pay per view, más la posibilidad de tener un canal propio, más la perspectiva de la comercialización por Internet… Lorenzo Sanz se adelantó. Encontró financiación para renovar el equipo, justo antes de que otros la encontraran, justo antes de que el mercado se disparase. Hizo un buen equipo. Un puntito caprichoso e indolente en ocasiones, pero consciente de que cada partido de Copa de Europa (ahora ya Champions League) era especial para la casa. Un equipo que se distanció de la vieja ética del esfuerzo, pero que cuando se lo proponía, brillaba a gran altura.
Un buen equipo que un buen día de mayo de 1998 se enfrentó en Amsterdam a la Juventus, con la Champions, heredera directa de la vieja Copa de Europa, en juego. Y ganó. Pareció un milagro, pero ganó. Por un solo gol, marcado en fuera de juego por Mijatovic. Ganó con Illgner; Panucci, Sanchís, Hierro, Roberto Carlos; Seedorf, Karembeu, Redondo, Raúl (Amavisca, 90’); Mijatovic (Suker, 89’) y Morientes (Jaime, 82’). Sanchís, hijo de uno de los ganadores de la sexta, era el capitán.
Un año de relajo y convulsiones dio lugar a una renovación rápida, que a pesar del valor histórico de su reconquista, se disolvió como humo entre dimes y diretes, celos, piques, dolce vita e impaciencia del aficionado. Se fueron Panucci, Seedorf, Karembeu, Mijatovic y Suker. Sanz, en una segunda pirueta, renovó el equipo. Un poco de cantera, fichajes de medio pelo y un caprichosísimo delantero francés, Anelka.
El equipo cambia, pero el estilo no. Sigue faltando la ética del esfuerzo, pero de nuevo aparece un aura especial. Y el mismo equipo que pena en la Liga española va superando fases de liguilla y eliminatorias poco a poco, pacientemente. Incluso Anelka, cuyo fútbol cotidiano es el colmo de la inefectividad, marca en semifinales dos goles al Bayern de Múnich, que casi justifican los 5.500 millones que se habían pagado por él.
Son momentos de gloria para el fútbol español, que ha metido tres de los cuatro semifinalistas. Mientras el Madrid elimina al Bayern con los goles de Anelka, el Valencia elimina al Barça. La final enfrenta al Madrid y al Valencia en París. El partido es un pic-nic para el Madrid: 3-0.
Jugaron: Casillas; Michel Salgado (Hierro, 83’), Iván Campo, Helguera, Karanka, Roberto Carlos; McManaman, Redondo, Raúl; Morientes (Savio, 70’) y Anelka (Sanchís, 78’).
Fueron primero cinco Copas consecutivas, las cinco primeras. O si se prefiere, seis títulos y dos finales perdidas en las 10 primeras ediciones. Luego, 32 años sin título. Y recientemente, dos títulos en tres años. Quizá sea que el Madrid ha encontrado de nuevo el camino a casa